miércoles, 5 de mayo de 2010

LA ISLA DE ÚLTIMA

Allá por Macondo, decían que había un librero Catalán al que llamaban "El Sabio". También alertaban los rumores de que en esa librería se encontraban todos los libros. Todos! Allí; para lograrlo los fabricaba diminutos con letras microscópicas que las copiaba del original con lupa de relojero, así; un tomo de la Iliada podía ser del tamaño de una caja de cerillas, por ejemplo.
Los clientes eran seis o quizás siete entre los cuales se encontraba el nieto del Coronel Aureliano Buendía. Una mañana, al librero le entró una profunda melancolía quizás provocada por la decadencia de Macondo, o, a lo mejor se le enquistó en el profundo de su alma y ya no pudo más. Citó a sus clientes y les comunicó que les regalaba la librería porque abandonaba y advirtiéndoles les dijo -Largaos vosotros también o se os comerán las hormigas-.
Embarcó en un lujoso transatlántico en Cartagena de Indias rumbo a Europa. Los primeros días de la travesía fueron bien pero; al llegar al equinocio del viaje inició el sentimiento el revés y por lo tanto comenzó a sentir tristeza de Macondo, qué extraño, qué sorpresas, qué sentimientos y como nos traiciona a veces el alma. Cuanto más se alejaba más necesitaba dar la vuelta.
Al desembarcar en su ciudad se emocionó pero a la vez la encontró distinta. Impersonal, muy bonita (a lo mejor demasiado ensimismada) ¿y las marquesinas? ¿y esa arquitectura casi de aereopuerto? ¿y los tranvías de antes? ¿y el caserón donde se encontraba su parvulario? ¿y la gente? ¿quienes eran? Estuvo apenas cinco años y un buen día huyó.
Volvió al oeste, se embarcó de nuevo rumbo a Cartagena de Indias, rumbo a Macondo, rumbo a los orígenes, a los ancestros desconocidos, a la selva, rumbo al agujero de la jungla donde edificaron el pueblo. Soñaba con su vegetación, con su niebla encantadora, con su realismo y su magia.
Curiosamente, durante la travesía hubo una latitud (junto a su inevitable longitud), hubo un punto en la inmensidad en el que se le dividió el alma, justo en ese preciso espacio atemporal navegando por algún lugar del oceano comenzó a sentir añoranza de su tierra y también de Macondo. Cuando divisó el puerto de Cartagena de Indias algo se le había roto, se encontraba espectante y triste, en tierra de nadie, con ganas de llegar y de huir.
A Ríoacha habían dos semanas de viaje en diversas guaguas de colores vivos y luego dos días en el tren bananero hasta llegar a Macondo.
La llegada fue desoladora, olía a madera podrida por la envolbente humedad de la niebla, el pueblo estaba muerto, las hormigas competían con las termitas para devolverlo al caos de la selva, no había nadie en sus calles, solo reflejos de almas perdidas en su soledad, la ignorancia se los había llevado a todos. Encontró su librería inerte con telarañas que acompañaban a sus eternos libros diminutos. Nadie los había echado de menos, ahí estaban para el que tuviera curiosidad, para el que supiera leer y ahí los dejó, espectantes en la selva para que se cultivaran los bichos, las aves y las serpientes. La lluvia lo había enfangado todo. Huyó a no se sabe qué lugar. Entró en el agujero de su triste alma. Sentía apego por dos espacios que solo se acomodaban en su cabeza ¡qué extraño! Divagando durante días y en un claro de la selva halló el camino; por intuición volvió a Cartagena y allí compró una humilde embarcación y puso rumbo a esa latitud inevitable, a esos sentimientos encontrados que se bifurcaban en algún lugar del oceano (de la Atlántida dicen) y justo... halló una isla deshabitada y virgen, y allí vivió el resto de sus días en paz.
Al amanecer recordaba su tierra que le vio llorar, que le vio reir y a lo mejor jugar.
Al atardecer pensaba en su Macondo podrido y en ese espectrante bebé cadaver con cola de cerdo al cual aún se lo comían las hormigas.
Y repito; con esos sentimientos encontrados aprendió a vivir, aprendió a soñar y a morir en paz; pero antes a esa isla la bautizó como “La Última”.

© Juanjo Díaz Tubert - 2010 (Todos los derechos reservados)

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